domingo, 13 de enero de 2008

EN BUSCA DEL ALMA ESPAÑOLA - ESPAÑA: UNIDAD Y DIVERSIDAD

ESPAÑA: UNIDAD Y DIVERSIDAD


Hace un par de años las Asociaciones Internacionales de Auroville recibimos un cuestionario mediante el cual se pretendía llegar a algunas conclusiones interesantes sobre el alma de cada país. El cuestionario en sí era tremendamente infantil, del tipo de "diga tres personajes históricos que hayan manifestado el alma de su nación", pero nuestro grupo debe reconocerle cuando menos el mérito de que, en aquel momento, constituyó un decidido estímulo para la reflexión sobre un tema que hasta entonces no había formado parte de nuestros intereses intelectuales inmediatos. No es que en nuestra organización no estuviesen representadas las preocupaciones históricas, sociológicas y políticas; por el contrario, lo estaban, poderosamente, y las obras sociopolíticas o psicohistóricas de Sri Aurobindo, leídas, releídas y anotadas por más de uno de nuestros miembros, eran las más discutidas en el seno de nuestra pequeña asociación. Lo que faltaba de un modo casi absoluto era el interés por España.

Uno no se identifica impunemente con la realidad de una nación que ha representado durante cuatro siglos uno de los poderes más reaccionarios de Europa, un país que durante décadas enteras del siglo XX ha permanecido abastionado en su religión y valores ancestrales, satisfecho con sus limitaciones y vuelto el rostro hacia las glorias imperiales de un pasado irrecuperable. Casi podría decirse que ninguno de nosotros creía en España: para unos, universalistas o internacionalistas, el concepto España era una fragmentación arbitraria de la realidad Europa u Occidente... o Tierra; para otros, nacionalistas en el sentido de una identificación emotiva y cultural con su región o comunidad histórica, España era un conglomerado arbitrario de las diversas y bien individualizadas subnaciones que la forman. Las posiciones eran tan extremas como podían serlo y habían dado ya lugar a polémicas ricas y fervientes.

Quizá por todo ello, cuando recibimos el cuestionario, más que seducirnos la idea de España, nos cautivó un problema intelectual: ¿Cómo se reflexiona sobre el alma de un país? Uno no puede responder quiénes son los tres personajes históricos o los tres momentos históricos que más plenamente han manifestado el alma de una nación sin saber cuál es el alma de esa nación. Y el intelecto, cuando no quiere disimular su ignorancia tras evanescencias conceptuales pseudopoéticas, sólo tiene una forma de representarse el alma, ya sea ésta individual o colectiva: como la más alta y completa posibilidad de manifestación de la realidad examinada, pues al fin y al cabo el alma es la divinidad en nosotros y nuestra Persona, cuando contemplada por el Ojo de la Consciencia Suprema.

Vistas las cosas desde este ángulo, no basta con un examen lineal y en positivo de la historia para conocer la Verdadera Personalidad o Alma de una nación, porque rara vez, muy rara vez, la mejor de sus posibilidades se manifiesta en el curso del acontecer histórico. Por el contrario, en la mayor parte de las ocasiones, esa brillante posibilidad, empujada siempre desde detrás del velo de las cosas visibles por el Espíritu que mueve todas las cosas, resulta refractada, traicionada, deformada o brutalmente degradada en el mundo de las realidades físicas por la limitación o la mala voluntad de los actores del drama histórico. Ahora bien, como esa voluntad de suprema manifestación está siempre presente -y hemos de pensar así, si vemos la historia desde la perspectiva aurobindiana de una manifestación progresiva del Espíritu uno y múltiple-, aun en el caso de desarrollos históricos negativos o perversos nos hallamos ante cifras, símbolos, metáforas del alma oculta de una nación, elementos todos ellos que debemos traducir a sus contrapartes divinas si queremos llegar a tener siquiera una vislumbre de esa alma. Por otra parte, vemos también que grandes posibilidades, posibilidades que de materializarse habrían dado lugar a periodos inmortales de la vida de una nación, han quedado inmanifestadas en los callejones sin salida de la historia, a pesar de que durante un tiempo una configuración propicia de factores históricos pareció a punto de hacerlas realidad. También estos callejones sin salida, estas líneas temporales prematuramente cortadas, esta parahistoria, debe examinar el buscador del alma nacional y ello por dos razones fundamentales: primero, porque guardan expresiones más directas, casi transparentes a veces, del alma oculta de una nación; y segundo, porque constituyen intentos fracasados, pero pletóricos del esfuerzo de los hombres y de los tiempos, que en el curso de la historia futura volverán a presionar para su manifestación y a tener sin duda su nueva oportunidad kármica.

Resuelto el problema intelectual en lo que a la historia concernía -otros campos, como el arte, la literatura, la arquitectura..., en los que también debe hallarse el alma nacional, nos habían parecido desde el principio de más fácil solución y dependientes del primero- volvimos los ojos hacia el pasado ibérico sin dejarnos engañar por las exterioridades del devenir de nuestro país. Y cuanto más profundizamos en la realidad histórica española, más nos convencimos de que España no sólo no era un país totalmente prescindible para la salud y entereza de la cultura europea -como algunos de nosotros habíamos llegado a manifestar-, sino que para nosotros, españoles y aurobindianos, era el sujeto de estudio y experiencia más interesante que Occidente podía ofrecernos.

A lo largo de este número monográfico, se verá el desarrollo argumental que nos llevó a dos importantes conclusiones sobre el alma española, pero quisiéramos aquí anticipar ambas y, puesto que CHIRU Papers es el espacio editorial de un instituto para investigaciones en el terreno de la unidad humana, desarrollar la que más directamente concierne a sus fundamentales preocupaciones. Nuestra primera conclusión es que España se deja definir en su esencialidad como Fuerza al servicio de un Ideal Trascendente; nuestra segunda conclusión, más interesante quizás desde el punto de vista de la unidad humana, es que España es un peculiar e importante laboratorio histórico en el que durante siglos se ha experimentado cómo reconciliar el factor diversidad con el factor aparentemente opuesto de la unidad.

Dejando aparte su cuestión imperial, España, como experimento histórico de la diversidad en la unidad, no ha debido enfrentar el tipo de problemas a gran escala que han afectado y afectan todavía a países monumentales como Rusia y la India. Su escala es otra, más reducida, más intensa, más concentrada, pero brutalmente marcada por lo que alguno de nuestros historiadores ha llamado el individualismo absoluto del carácter español. Constituyendo el extremo del occidente europeo, España ha sido un lugar de encuentro del Este y el Oeste, gracias a la pronta llegada de los fenicios primero y a la invasión musulmana después. Con la incursión del Islam a principios del siglo VIII, su original diversidad racial -de la que podían apreciarse entonces las cuatro grandes líneas de íberos, celtas, godos y latinos- no sólo se vio aumentada por la incorporación de nuevos elementos raciales -árabes, beréberes, judíos, así como otros del vasto imperio musulmán- sino que se vio complicada por tres nuevas dimensiones de la diversidad: la espiritual, representada por el encuentro en tierra española de las tres grandes religiones monoteístas; la nacional, debida a la fragmentación causada en la unidad visigótica por el fulminante empuje musulmán; y la convivencia de Oriente y Occidente en un mismo espacio geográfico durante ocho ininterrumpidos siglos.

En gran medida, la diversidad racial acabó por resolverse, cuando no se apoyaba también en la diversidad espiritual, mediante la creación de un nuevo tipo biológico humano que unía en su sangre, en mayor o menor grado, genes íberos, celtas, germanos, semitas y, sobre todo, latinos. Por su parte, la polaridad Oriente-Occidente se resolvió con la creación de un interesante tipo psicológico que reúne, fundidos a veces, otras en conflicto y contradicción, elementos fundamentales de cada uno de los dos polos: misticismo y realismo, tradicionalismo y voluntad innovadora, caudillismo e individualismo, idealismo y pragmatismo... Pero quedaron, como dos grandes retos en el camino de la manifestación del alma española, los temas de la diversidad espiritual y de la diversidad nacional: el primero se frustró; el segundo todavía no está resuelto pero, dados los instrumentos en acción, puede decirse que se halla en una de las mejores vías posibles.

Ante el primer reto España, en efecto, fracasó porque suprimió el factor diversidad extirpando dolorosamente los elemtos judío e islámico en aras de una unidad nacional cristiana. Para descubrir qué prometía el encuentro de las tres grandes religiones del ciclo de revelación monoteísta, qué aspecto cifraba de nuestra alma nacional, uno debe recurrir a esos callejones sin salida de la historia de los que hemos hablado antes. Descubrimos entonces que el encuentro no fue sólo en el terreno de lo bélico y la disputa religiosa, sino que hubo periodos de mutua inseminación e intensa colaboración cultural, de los cuales la más decidida y firme eclosión fue la Escuela de Traductores de Toledo, creada por el rey castellano Alfonso X en la segunda mitad del siglo XIII. La filosofía política de este monarca, fundada en una idea de realeza sofiocéntrica, hizo posible, durante un tiempo, el aprovechamiento de excelentes energías intelectuales y espirituales de las tres comunidades religiosas. De haber triunfado su intento político, que fue duramente atacado por el individualismo de los nobles y el fundamentalismo de la iglesia, es muy posible que se hubiera iniciado la vía hacia una gran síntesis espiritual como la que simbólicamente propugna la mística griálica. El principio de la absoluta trascendencia divina propio del Islam, el principio de la Personalidad divina con su dimensión de manifestación terrestre y humana, y el principio de Presencia cósmica del Judaísmo, hallando cada uno su lugar en la síntesis, podrían haber dado lugar a una metafísica de riqueza cercana a la del Hinduismo; el principio de la Fuerza islámico, el principio del Amor cristiano y el principio del Conocimiento judaico, fundiéndose, podrían haber dado lugar a una mística, una ética y un culto, de profundidad semejante a la que emana del Bhagavad Gita, la primera gran síntesis del Hinduismo. El clima surgido de semejante síntesis, difundido primero entre las élites intelectuales y espirituales, que en el concepto alfonsino coincidían en gran medida con las élites políticas, y filtrado después al resto de los estamentos y áreas de la vida nacional, habría dado lugar a una tolerancia generalizada y a una soberana explosión de la cultura espiritual... justo lo opuesto de lo que España habría de representar para Europa en los siglos por venir de su historia.

Cuando posibilidades tan grandes rozan la manifestación física para ser frustradas por la inmadurez de las fuerzas históricas en juego, no sólo dejan el rastro de su paso, sino que se convierten en poderosas inspiraciones para los tiempos futuros. En el caso español, los rastros de este brillante cometa son las Órdenes militares, que durante un tiempo florecieron con magníficos efectos para la cultura y la psicología de la nación; el misticismo cristiano, que acabó por eclosionar en los siglos XVI y XVII; los importantes desarrollos de la Kábalah que tuvieron lugar en Castilla durante los siglos XIII y XIV, y de los cuales el resultado más sobresaliente es el libro del Zohar, con importantes elementos de síntesis espiritual; la alquimia, con su propia idea de la divinización material; las monumentales figuras místicas que España dio a las tres religiones y de las cuales Moisés de León, Ibn Arabi y San Juan de la Cruz son sobresalientes ejemplos; y, sobre todo, la espiritualidad griálica, con sus importantes desarrollos literarios en Francia y Alemania, pero surgida con toda probabilidad en España a la sombra de la inspiración chiita, que transmitía el ancestral esoterismo indo-persa.

Ahora bien, ¿qué conclusiones extraemos de todo lo anterior cuando tratamos de interpretarlo como una cifra del alma española? Primero, que esa suprema síntesis espiritual, tan próxima a la aurobindiana, es uno de los aspectos fundamentales de esa alma; segundo, que esa mezcla de misticismo, idealismo y realismo propia del carácter español son su inmediata traducción psicológica; tercero, que esa síntesis ha tratado de manifestarse ya en la historia pasada y que por ello mismo lo intentará de nuevo en los tiempos por venir; y cuarto, que porque no lo logró en su momento, debido a la imperfección de los instrumentos con que contaba para afrontar su reto histórico, España canalizó la fuerza surgida de aquella gran posibilidad por vías erróneas para convertirse en una potencia idealista, sí, supremamente fuerte, que buscaba o lo pretendía en todo momento la inspiración divina pero que, en su estrechez de horizontes y limitada realización espiritual, traicionó su ideal original de suprema flexibilidad y amplia tolerancia.

Los artículos posteriores documentarán generosamente esta cuestión, pero ahora nos queda todavía la tarea de desarrollar el segundo de los retos que el problema de la diversidad ha planteado a España: su diversidad nacional.

España gozó de unidad e independencia por primera vez con los reyes visigodos, que unieron toda la península ibérica y amplias zonas del sur de Francia bajo su cetro. Su labor fue sobre todo organizadora y refundidora, y a ellos debe la fraccionada España medieval su recuerdo y sentido de la unidad. La conquista musulmana de la Península acabó con la unidad del estado visigótico, suplantándola primero por una unidad islámica en la práctica totalidad del territorio peninsular, con reducidos núcleos cristianos independientes y aislados en el norte, y fragmentándose ella misma después en multitud de pequeños reinos regionales muslimes. La vida separada de estos núcleos cristianos, permanentemente amenazada en su supervivencia y su cultura por el poder musulmán, obligada a un supremo esfuerzo bélico y de identidad para no desaparecer, dio lugar a un proceso que desembocó en la creación de una serie de naciones de marcada individualidad, con rasgos culturales propios, lenguas diversas, y definidas características psicológicas, que más adelante se polarizarían en las dos grandes subdivisiones nacionales de los reinos de Castilla y Cataluña-Aragón, unidos definitivamente a finales del siglo XV bajo los Reyes Católicos con la única excepción de Portugal.

El gallego, auténtico heredero de la tradición celta, con una lírica implícita en su alma y una puerta abierta a los mundos sutiles de la magia y la imaginación; el vasco, de carácter más material y arraigado en sus tradiciones ancestrales; el catalán, tolerante, abierto, innovador y con gran capacidad para la creación y administración de bienes materiales; el castellano, idealista y tan lleno de coraje en sus conquistas mundanas como divinas; y el andaluz, el más arabizado de todos, poseedor de una sobreabundante alegría y humor vitales, son los cinco tipos extremos, en medio de una rica y variada tipología intermedia, que la Naturaleza y las circunstancias históricas crearon para España. También lo portugués pertenece al alma española o, en un sentido más amplio, a la ibérica, y de hecho ambas naciones han compartido un mismo destino en diversos periodos históricos, pero su vida independiente ha permitido a Portugal el desarrollo de una cultura y lengua más individualizadas, con las que inseminó extensos territorios del mundo a través de la creación de su propio imperio. Sin embargo, un español no puede sentirse extranjero en Portugal y un gallego siente sin duda más afinidad lingüística, psicológica y cultural con un portugués que con un andaluz. Por más que la historia haya mantenido separadas durante siglos a España y Portugal, las naciones de la Península Ibérica forman una sola entidad geográfica y anímica, y apenas se puede dudar que su unión habría acabado por consumarse si no se hubiese visto superada por el proceso de unificación europea.

Las subnaciones españolas han experimentado diversas formas de unión y desunión en el organismo más complejo que es España, desde sus vínculos más laxos bajo los reyes Austrias hasta los más estrechos, impuestos por la centralización de los Borbones; desde la voluntaria colaboración en el proyecto imperial, hasta las guerras civiles e intentos de secesión. El siglo XX se alcanza con la existencia de cuatro polos anímicos y culturales definidos por las cuatro grandes lenguas nacionales: el castellano, el gallego, el catalán y el vasco. Los cuarenta años de dictadura franquista no logran hacer desaparecer las diferencias nacionales y fracasan en su intento de crear una España una y homogénea, y eso obliga a la Transición a atender prioritariamente la creación de un marco general en el que las diferentes individualidades subnacionales hallen el espacio suficiente para su desarrollo cultural, político y administrativo autónomo con los efectos positivos que ello pueda tener sobre sus identidades y particularismos. Equilibrio entre unidad general y diversidad subnacional, por una parte, y, por la otra, el equilibrio logrado al contrapesar la importancia de las tres comunidades históricas de lengua no castellana con la creación de otras catorce comunidades autonómicas de cuño fundamentalmente administrativo, son quizás los dos grandes valores del marco casi federal creado por la democracia española. Marco, además, que España puede ofrecer como modelo de integración a la Unión Europea.

Ahora bien, por más elementos positivos que ofrezca este marco, la fórmula lograda sigue hallándose bajo dos permanentes amenazas, que ponen en jaque respectivamente su unidad y su diversidad: la primera es la sucesión en el escenario político de generación tras generación de figuras mediocres que esgrimen los sentimientos nacionalistas de una masa semiconsciente y ruidosa como arma política, exaltando ahora los ánimos de la separación y la independencia o los de la unidad y colaboración después con el único fin de conseguir ventajas partidistas y sin darse cuenta de lo peligroso que es el juego que se traen entre manos y de lo fácilmente que puede escapar a su control. La segunda es la rápida difusión de una "cultura" mundial homogénea, basada en el culto al individualismo más atroz, al más crudo materialismo, a las expresiones más degradadas del vital... una "cultura" fácilmente asimilable porque no apela en absoluto a la capacidad reflexiva del hombre sino que se transmite en forma de consignas o lemas publicitarios; una "cultura" a la que se muestran permeables vastas masas adormecidas y perezosas.

Aún están los políticos por descubrir el factor consciencia como base de verdadera cultura, por comprender que los medios externos, políticos y administrativos, no bastan, que el espíritu de un pueblo no emerge por el mero hecho de subrayar los "elementos diferenciales" que lo separan de otros de acuerdo con la aproximación superficial de la mente observadora. Verdadera cultura es la expresión externa del alma de una nación, pero verdadera cultura y verdadera consciencia son factores inseparables, porque la verdadera consciencia es unificadora al tiempo que diversificadora y discriminadora. Esta idea y esta exigencia es uno de los grandes legados de Sri Aurobindo a los pueblos del mundo. De aceptarlas, España está tan lejos como el resto de las naciones y, probablemente, antes de estar preparada para ellas deberá ver desaparecer unas cuantas generaciones más de figuras políticas sin mayor horizonte que el inmediato presente económico.

Hemos visto que la evolución española ha tratado los factores de la diversidad de tres formas distintas: refundiéndolos, en la dimensión racial; aniquilando aquellos que ponían en peligro la concebida unidad, en la dimensión espiritual; o hallando finalmente para ellos un marco de integración apropiado, en la dimensión nacional. En el proceso, algunos elementos importantes fueron descartados y, entre éstos, nada podrá compensar la pérdida de una subnación islámica dentro del conjunto nacional, como la que podría haber representado el reino de Granada, o la destrucción de la cultura judeoespañola. Esta doble pérdida, acaso inevitable dados los instrumentos con los que España afrontó el reto histórico que suponía la persistencia de ambos elementos en su seno, hace a nuestro país especialmente responsable ante los dos grandes pueblos semitas. Esta responsabilidad, unida a la que los españoles debemos, por una parte, a los pueblos de América, y, por la otra, a Europa, convierte a España, una y diversa, en un cruce de caminos de la diversidad para la unidad confirmando su vocación y su misión de crisol histórico.